sábado, 9 noviembre 2024
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La Ventana del Imbabura es mucho más que una simple formación natural, es una de las leyendas más célebres de la provincia de Imbabura. Una historia que ha sido transmitida de generación en generación y se ha enriquecido con cada una de las variantes del mismo relato. Conocer estas versiones es fundamental para entender cómo nuestro pueblo interpretó y otorgó significado a su entorno. 

A continuación, presento la versión que escribió Carlos Benavides Vega (1931-1999), conocido por el seudónimo de Álvaro San Félix, destacado poeta, dramaturgo y actor guayaquileño, cuya obra ha dejado huella en el ámbito cultural.

Versión 1

En tiempos inmemorables vivió en la Laguna de Cunrro un gigante orgulloso que consideraba que todas las lagunas de la provincia eran sólo charcos, sin suficiente profundidad para bañarse en ella. Fue así cómo llegó primero a la laguna de San Pablo y se metió en sus aguas. En pocos pasos recorrió todo el lago y en el lugar más profundo el agua apenas le llegó a las rodillas. Pasó enseguida a la laguna de Mojanda y el agua allí no le llegó sino a los tobillos. Pasó luego a la laguna de Cuicocha y el agua de ese lago hermoso y agreste le llegó hasta los muslos. Llegó finalmente a la laguna de Yahuarcocha y el agua allí apenas le cubrió los pies. Con esto, el gigante acabó por convencerse que, en verdad, en toda la provincia no había un solo lago suficientemente profundo… alcanzó a divisar, arriba del Imbabura, una pequeña laguna… y una vez allí, no solo con confianza sino con arrogancia, se metió en sus aguas frías y negras. Pues, sintió que el piso y que todo su inmenso cuerpo se hundía, desesperado trató de sostenerse y al asirse de la roca más próxima, la perforó, formándose así la Ventana del Imbabura.

Otra versión de la misma leyenda la escribió Aníbal Buitrón (1914-1999), reconocido antropólogo y escritor otavaleño, cuyas obras han tenido un impacto en los estudios antropológicos del país. 

Versión 2

Desde la carretera que desciende perezosamente por el costado sinuoso del Nudo de Mojanda, desde Cajas hasta Eugenio Espejo, se puede contemplar la incomparable belleza del Lago San Pablo y de su celoso guardián, el viejo monte Imbabura. El lago se extiende como un limpio espejo, como un pedazo de cielo, en un marco sembrado de esmeraldas por las manos agricultoras de los indios. El Imbabura se levanta adusto y cansado y ve retratarse en el cristal del lago su cumbre decapitada por un lejano cataclismo. Su cabeza dolorida pasa la mayor parte del tiempo amarrada con un pañuelo blanco de nubes.

En un día claro, de cielo limpio de nubes, los viajeros que suben o bajan por el costado del Mojanda, pueden divisar, cerca al costado oriental de la cima achatada, un hueco, una especie de túnel en la roca negra del cerro, una como ventana a través de la cual se puede ver el cielo al otro lado de la montaña, el cielo que deben mirar las gentes de Ibarra y Caranqui.

Los indios de Otavalo conocen una interesante y hermosa leyenda que explica el origen de esta ventana. Un indio amigo de Ilumán con quien viajaba de Otavalo a Quito, señalando con su dedo a la ventana me dijo: “¿Ves esa ventana?  Es la Ventana del Imbabura; nadie ha podido subir a ella hasta ahora. ¿Sabes cómo se formó?” y me refirió entonces la leyenda que sigue a continuación:

Hace mucho, mucho tiempo, vivía por aquí un hombre muy alto y fuerte, un gigante. Era tan grande que para él todas las lagunas de la Provincia de Imbabura resultaban pequeñas y de poca profundidad. Por esta razón dicen que miraba a los lagos con desdén, con desprecio. Cuentan que cierta vez se propuso descubrir cuál de las lagunas era la más profunda. Llegó primero a la Laguna de San Pablo y se metió en sus aguas. En pocos pasos recorrió todo el lago y en el lugar más profundo el agua apenas le llegó a las rodillas. Pasó enseguida a la laguna de Mojanda y el agua allí no le llegó sino a los tobillos. Se encaminó luego a Cuicocha y el agua en este lago hermoso y agreste le llegó hasta los muslos. Llegó finalmente a la Laguna de Yahuarcocha y el agua allí le cubrió los pies.

Con esto el gigante acabó por convencerse de que, en verdad, en toda la provincia no había un solo lago suficientemente profundo como para poder enterrarse en sus aguas. Para él, estos no podían ser lagos; eran apenas unos pequeños charcos. Lleno de soberbia se disponía ya a retirarse, cuando alcanzó a divisar, arriba del Imbabura, casi perdida entre las rocas, una pequeña laguna. Era tan pequeña, en verdad más pequeña que todas las otras, que casi no creyó necesario ir allá y comprobar su profundidad. Pero como disponía de tiempo y deseaba poder decir más tarde que había estado en todas las lagunas de la provincia, se dirigió a este pequeño lago y, no solo con confianza sino con arrogancia, se metió en sus aguas frías y negras. Cuál no sería su sorpresa y su turbación al sentir que sus pies no hallaban fondo y que todo su cuerpo inmenso de gigante se hundía irremisiblemente en el agua. Le asaltó el miedo y lleno de angustia extendió una mano buscando algo de donde sostenerse. Logró agarrarse de una roca cercana a la cima de la montaña; pero lo hizo con tanta desesperación y violencia que uno de sus dedos perforó la cúspide del monte de parte a parte, dejando allí un hueco cuando retiró la mano. Es así cómo se formó la Ventana del Imbabura.

En los días despejados, cuando Taita Imbabura no padece de dolor de cabeza y no tiene su frente cubierta con un pañuelo de nubes, se puede ver claramente la Ventana y, a través de ella, un cielo lejano y remoto. Más abajo, escondida en un hueco, está la pequeña Laguna de Cunrro.

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